ARRUGAS CARGADAS DE CULPA

 

Pablo sabía que Lucía, su difunta esposa, era el timón de su barco, su capitana, así la llamaba. Todos conocemos a personas con vida propia y otras que necesitan ser guiadas. Él caminaba invidente y ella hacía de perro guía. Desde que su oasis azul contaba con una nube más, su deterioro corría sin frenos, como si fuese un rayo de luz. Aquel gentleman gozaba de una elegancia y belleza desmedida e innata a pesar de su envoltura. Su mirada desprendía un grito de dolor al viento, su rostro no tenía líneas de expresión, no, eran surcos de culpabilidad. Declinaba toda caridad humana.

Todos los días iba al parque a leer, haciendo el mismo ritual: sacaba sus folios, ellos parecían familiares de su aspecto; un pañuelo femenino bordado, imagino que esa letra vestía del perfume que no se evapora, los recuerdos de su querida. Lo inhalaba tan intensamente… Se quitaba el sombrero y en su interior ponía la foto de su amada; recogía su pelo largo, tanto como sus días desde que su amor fue ausencia.

Le observaba desde una distancia donde no fuese consciente de que había unos ojos que le velaban, como veló él a su pluma humana. Nunca me atreví a revelarle mis sentimientos, le veía tan enamorado…

La lectura también es uno de mis hobbies, algo compartíamos. No me reconocía, mi piel estaba como mi corazón, encogido, como un acordeón callado. No entendía por qué leía aquellos folios, contaba con más de un centenar de novelas publicadas. Un día cayó una lluvia que nos empezó a calar a los viandantes. Me apresuré a sacar de mi bolso un paraguas, tengo de todo como en botica; lo abrí rápidamente y fui hasta él.

––Disculpe, señor, le ofrezco resguardarse. Este chaparrón a nuestra edad puede acarrearnos una neumonía.

––Muchas gracias. No se preocupe, esta agua me servirá de ducha, acto que mi piel evoca.

––Se lo ruego hágalo usted por mí, así no serán las gotas mi única compañía.

Juntos caminamos hacia su hogar. Me ofreció el primer café de nuestra historia de amor, siguen sumando. Con la cafeína de testigo le confesé que fui alumna suya y siempre estuve enamorada de él. Él me confesó que Lucía fue quien escribió sus libros. Apresó una tristeza patológica, cuando pusieron su nombre a una calle y era ella, sí, su capitana, la que lo merecía. Calló, como otro más.

©Susana Fraile

 

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