UN DESCENSO A LOS INFIERNOS

Me llamó por teléfono, su tono era un poco de desesperada. No sé por qué esta vez era diferente, así lo percibí. “¿Puedes venir a casa esta tarde?”, me pidió

 

Pero, aun así, le dije: “Luego voy, que ahora no puedo estoy liada con la tesis dichosa y no tengo ni tiempo ni vida…”

“¿Estás bien?”, le pregunté, un poco nerviosa. Qué torpe estuve ahí, cómo va a estar bien, si ella no pide ayuda, y me estaba diciendo que fuera a verla, que me necesitaba.

“Me encuentro en un estado de tristeza y sin ganas de vivir”, me contestó.

Como si esas palabras no fueran lo suficientemente llamativas para dejarlo todo e ir a visitarla, aunque ya lo había hecho otras veces. Pero yo, que soy psicóloga, su amiga, y un ser humano, la dejé ahí, esperando.

Le dije: “Luego me acerco a tu casa cuando termine lo que tengo entre manos, ¿vale amiga?” Así nos llamábamos, nunca por nuestro nombre.

Varias horas más tarde, pulsé el timbre de su casa y ella me abrió la puerta. La noté muy desmejorada físicamente, y muy distante emocionalmente. No sabía qué tema de conversación sacar, por dónde empezar, se suponía que la psicóloga soy yo, y no sabía ni qué decirle, cuando me la encontré en ese estado.

Está mal, me dije al verla. Ella empezó a decirme que, si la ayudaba a hacer lo que otras veces me había dicho, a dejarlo todo listo para terminar con su vida. Nunca le hice caso porque con dos copas de vino, algo de música y un rato de risas, esas ideas (que las tiene muy a menudo) se le pasaban. Pero esta vez era distinto.

Empezó a decirme: “Amiga, no sé, no tengo valor por miedo a que si me tomo pastillas me quede mal y sea una carga para mis hijos. El dolor y la imagen de cobardía de este hecho me asustan, y mucho; me impone un respeto y a la vez un miedo desmedido. El mensaje que ellos van a recibir es: “Mi madre ha tirado la toalla”; en vez de lo que se debe hacer con los hijos: enseñarles a luchar y hacerles ver que la vida no es nada fácil.

Sé y soy consciente, de que la vida hay que aceptarla según nos viene o nos toca, imagino que eso es lo que supondría que hay que hacer. Yo no soy una madre al uso, ni siquiera soy buena madre a pesar de haber dado todo por mis hijos y para ellos.  He mirado varias veces en internet para poder pedir la eutanasia. Sí, suena duro, todos vamos a desaparecer algún día u otro (me dice, y se queda tan ancha, como si fuese comprar una batidora). ¿Por qué uno no puede escoger cuándo y cómo?

Creo que en Canadá está aprobada. A ver cómo me voy allí si ni tengo dinero para comprarme una botella de vino de calidad, por ejemplo…

Te preguntarás por qué te he llamado por teléfono, y no sabía a quién. En este instante, quiero que seas mi cómplice sin pedirme explicaciones solo que me ayudes y me hagas ese favor.”

Te miro y pienso: “¿A quién llamo, para que me entienda y me ayude a irme de aquí de manera digna y silenciosa? ¿Quién lo va a hacer?”, me pregunto una y otra vez.”

Me dice: “Sé que me pasa algo grave en mi mente, porque soy muy prudente y nunca pido ayuda. A quien llame y le diga, me ayudas a terminar con todo…

“¿Estás bien?”, esa será la respuesta de la persona que contacte. Lo sé y tú también lo sabes, ¿verdad amiga?

Es hoy cuando estoy siendo consciente del problema, y por primera vez me doy cuenta de que no puedo controlar mi estado mental. Tengo una voz en mi interior que me dice: “Vete, no aguantes, no estás bien y lo sabes: dependes de todos y para todo. Ya nadie te soporta, ni tus hijos, ni tus amigas, ni tu entorno. Estás haciendo el papel de tu vida por no tener valor para quitarte del medio y que tu alma regrese a un sitio en el que se sienta bien, pero, tú quieres encontrar la paz de tu cuerpo físico e irte. Tienes todo el derecho.”

“Tienes todo el derecho”, me dice mi voz interior, la que me anima a irme. Cuando conozco alguien de nuevas, sí, quieren conocerme y muestran interés, pero se van apartando poco a poco, muy sigilosamente. Entro en bucle y me hago siempre la misma pregunta: “¿Piensas hacer de verdad lo que se te pasa por la cabeza?”

Es como una voz interior, pero soy consciente de lo que estoy diciendo. No son alucinaciones. Ni es un estado de enajenación transitorio. Es miedo también de irme, y no sé cómo hacerlo para no hacer daño a nadie.

¿Quién me impide hacerlo? ¿Serán mi madre y mi padre que no quieren que esté allí todavía con ellos?”

“¿Cómo ha empezado todo?”, le pregunto

Responde diciéndome: “Vaya día más malo. Todo se me hace cuesta arriba” (suspira). “Me temo lo peor, pero cómo te digo que otras veces se han dado estos episodios de preguntas raras. Que no son otras que señales que algo no está bien en mi mente. Cuando estoy así no sé cuál es el detonante. Empiezo a deambular, voy visitando toda la casa: de un dormitorio a otro, salón, cocina, baño, y pienso y observo todo. Como para que se quedase grabado en mis retinas. Como si me estuviera despidiendo. ¡Mira lo que has conseguido! Tú que jamás pensaste en tener un hogar cuando dejaste al hombre más inhumano que existe, tanto, que ha conseguido que no puedas volver a tener una pareja en tu vida.”

Me observa con la mirada bastante perdida y me dice: “Aquí me siento protegida, en mi hogar. Es como mi burbuja blindada. No quiero ir a ningún sitio, quiero estar aquí. Rodeada de lo único que siento mío, y tanto trabajo me está costando conseguir. Por no mandar al sistema al carajo y meter en un problema económico a mi hermana, que en su día me avaló, con el préstamo hipotecario. ¿Cómo dejarla ahí con mi deuda después de hacerme ese gran favor?  Sé que me he levantado como seguramente cientos o miles de mujeres en este mundo, me siento incapaz de hacer nada.”

Ella preparó café, de esos de puchero que hacían nuestras abuelas. Se le había roto la cafetera. El kit de bienvenida como si fuese para una visita formal, no para su amiga del alma. Sacó sus mejores tazas, sus cucharas favoritas, las compró en una tienda de Liverpool porque la transportaban a la época medieval, que no sé porque siempre añora. ¿Habrá vivido en otras vidas en la edad media, como dice mi amiga Lola, que es muy espiritual?

Nos sentamos con nuestro café y como si yo fuese su psicóloga de la seguridad social, fría y distante, ella empieza a contarme su vida:

“A ver, amiga… Mi vida está rota en muchos sentidos: mi salud, económicamente, problemas familiares y todos los añadidos que tenemos todos los humanoides de este mundo.”

¡Ay! Déjenme contarles este detalle, siempre que iba a verla ponía incienso. Huele toda la casa a un olor tan especial, que ella había sido capaz de crear, era una mezcla de aroma de canela con incienso y que nunca quiere revelar (hasta con el aroma quiere mostrar que es diferente). Cuando han venido amigas siempre le preguntaban: “¿Qué esencias aromáticas le echas que huele tan diferente?” Mi amiga, de manera sutil como cientos de veces, respondía: “¿Cuál es ese aroma?” Ella esquivaba la pregunta, como si con ella no fuese, y de inmediato decía: “Es mi piel que lo desprende.”

Empezamos a tomarnos el café, muy lentamente, para prolongarlo, ella necesitaba desahogarse, vomitar toda su tristeza y desolación. Intuía que ese café iba a ser eterno, y el último.

“A mí todo esto me sirve para mi tesis”, pensé. Así que empecé a grabar nuestra charla con el móvil de había dejado sobre la mesa. Por supuesto ella no se da cuenta. No olviden que soy psicóloga y me siento una privilegiada por tener de primera mano a una persona que está tocando fondo y encima es mi amiga. Otros colegas necesitarían años para documentarse sin tener mi privilegio: información de primera mano. Con unas horas estaba sacando tantos datos que de otra manera me habrían llevado meses…

Me sentía una mala persona por utilizar su estado anímico y desesperación para poder obtener mejores resultados en mi tesis. He de confesar que no me atreví a pedirle permiso. Por otro lado, fue un acto de cobardía: si somos amigas, la amistad es incondicional, por eso estaba yo allí.

Quiero que ustedes sepan que ella estaba tratándose con un psiquiatra y un psicólogo de la seguridad social desde hace muchos años. Observé que no tenía música puesta, lo cual denotaba que estaba mal. Siempre la tenía, “es como un sello de identidad, es la gasolina de mi motor”, ella siempre decía eso, con una sonrisa dulce.

Sabía que en ese momento estaba tocando fondo y no quería seguir adelante. Ya era consciente de que ella estaba cansada de luchar, de sonreír, de mostrar la mejor cara, como si nada la afectase mientras estaba delante de los demás. La conciben como “una verdadera loca”, y oye decir tan alegremente esa palabra, como si el significado de esta no fuese hiriente, incluso a sus “amigos”, vecinos y conocidos…

“¡Estás como una cabra! Me hace tanto daño escucharla, y siempre callo. Pero, sobre todo, hoy, por favor, hoy no quiero escuchar esas palabras”, me pidió. ¡Qué fácil es hacer daño sin darnos cuenta!, pienso en voz alta.

Una vez más está metida en esa tristeza, pero no sabe cuál es el motivo de esa caída sin paracaídas, en esos momentos se sentía como si tuviese una enajenación mental, incapaz de remontar. “¿Quizás sea el síndrome de nido vacío?”, me pregunté. “¿Será que su familia, acostumbrada a sus altibajos, acaba ignorándola sin ellos ser conscientes?” No era fácil lidiar con una persona que tenía esta noria mental para los familiares, y menos aún para los más cercanos.

Hasta con sus amigas se enfadaba como una niña pequeña si no la trataban como ella esperaba. Creo que de ahí manaba su problema. “¿Por qué espera tanto de los demás?”, me pregunté.

“Porque yo si a una amiga la pasa algo estaría, ahí, porque si le pasa algo algún familiar estaría ahí, porque… Hay tantos porqués…”

“Quizás sea…”, le dije.

Desde mi doble faceta como profesional y como amiga, comprobé que ella ya no sabía qué la podía motivar. No sabía por qué todas las ilusiones y todos sus sueños se vieron trucados por un casamiento que nunca quiso, y al que fue obligada por la época y el convencimiento de la familia. Ella misma también aceptó. Lo que no sabía era que se metería en la boca del lobo.

¿Quizás sea su incapacidad laboral? Nunca imaginó, y no quiere ser consciente, de lo mucho que le estaba pasando factura esa situación y lo que era peor, lo negaba.

Como, por ejemplo; el que tiene un problema de salud, no solo mental, sino físico y no quiere verlo. ¿Sabía alguien que a veces necesitaba ponerse los calcetines con unas pinzas largas, de las que se usaban para la barbacoa, porque a veces no podía ni doblar las rodillas? Nunca pedía ayuda. Tenía que verse cómo está hoy para pedir ayuda.

“¿Y qué hago sin mis hijos?”, me dice.

Hasta hace “dos días” ella no tenía pareja por no alterar la zona de confort de sus hijos y porque supiesen que era su hogar, sobre todo de su hijo el pequeño, y ahora se encontraba tan sola… Pero, esa soledad escogida, y esa elección le estaban pasando factura. No se soportaba ni ella misma.

Esta información representaba muchas horas de sutiles preguntas para que ella, con ese dichoso carácter que tenía, no advirtiese que la estaba interrogando. Porque todo lo disfrazaba con sus bromas, a veces conseguía enfadarme, porque no mostraba a nadie que estaba rota, pero no los huesos, no, que los tenía fatal, dicho sea de paso, era su alma. Y el alma no tenía curación, si ella no ponía de su parte.

“¿Cuántas veces te has levantado haciendo un repaso a los contactos que tenemos en el WhatsApp y que verdaderamente nos importan? ¿Nos detenemos unos segundos y pensamos, estarán bien? Pero pocas veces nos molestamos en escribir un mensaje o llamar para interesarnos. Deberíamos de hacerlo, cada día uno.”

Ella era tan sensible, especial y diferente, pensé.  Estaba convencida de que la vida debería ser digna para todos. Ella mejor que nadie, con sus múltiples ingresos en psiquiatría (algo que solo sus familiares más queridos sabían) había experimentado que tocaba fondo y que, o tomabas pastillas, como si de un adolescente iniciándose en el mundo de las drogas se tratase, o ella no tenía herramientas para salir, ¿y lo peor? no quería. Ahora se había iniciado en el alcohol, le encanta el vino. Ella que siempre lo criticó y juzgó.

“Menos mal que no tengo dinero si no, estaría bebida todo el día”, me dice.

Lo peor es que sé que era la verdad. Ella decía que la bebida le producía un estado de paz y de tranquilidad en su mente, que le gustaría estar en así para siempre. Porque lo que tenía muy claro, la tristeza del alma y el agotamiento emocional no se podían camuflar, todos usamos nuestras herramientas, unos regalando sonrisas fingidas, otros utilizan ropas, que parecen que había que tratarles con un toque de distinción, un maquillaje, cafés con amigas, una botella de vino.

Me confiesa que acababa vomitando toda la noche, y al día siguiente se siente mucho peor. Su gesto agotado, su mirada perdida, ella que no tenía nunca ojeras, hoy parecía como si se las hubiese maquillado a propósito un profesional. Su mirada, su pose y ademanes, lo decían todo. No necesité seguir preguntando. No parecía ella misma. Iba cargada de hombros, creo que le costaba asumir el peso de su esqueleto.

Hasta sus manos, expresaban debilidad. Siempre le gustaba presumir de sus manos, las llevaba impolutas. Tenía un arma poderosa en ellas, alardeaba y gesticulaba como siendo consciente de que gustan. Hoy no, se había levantado y se había limado las uñas hasta la raíz.

No había querido preguntarle, a veces se odiaba por ser la mujer que siempre gusta a los hombres, incluso a muchas mujeres. Tenía conversaciones de ellas en WhatsApp, que no sé ni para que las guardaba. Me las había enseñado alguna vez. Y desde luego no eran conversaciones que tengan por objetivo una simple amistad. ¿Para qué las guardará?

Todo por mostrar lo que no era, y no decirle al mundo y sobre todo a sus hijos y hermanas a las cuales ya no reconocía, que no quería seguir viviendo así, que se quedasen con su ropa que tan bien le hacía sentirse…. Siempre elegante, así la definíamos los que la conocimos.

“Quiero, o había soñado una vida digna, no está precariedad, esta manera de mendigar, no solo en lo económico, sino también mendigar amor. Este agotamiento emocional, me puede… ¿Cómo lo voy a hacer? ¿Cómo los voy a dejar así? Quiero salir por la puerta grande”, me dijo, y luego hizo una mueca, y un gran esfuerzo por sacar una sonrisa en ese momento.

“Quiero dejar esta vida como si de una grande se tratase… Decir adiós bien vestida, con música, que la gente no llore, que se rían de los momentos que he aportado a los demás, insisto: con música, y que se hable las anécdotas que he contado, unas inventadas y otras exageradas, pero el guión era tal cual”, insistió.

“Mi abuela me decía, se me han quedado grabadas a fuego esas palabras: “Según tienes el ato así te trato”, refranes que desde luego a todos nos ha hecho tenerlos muy presentes. Siempre pienso que a la gente le hace distinta un ato/vestuario. Hasta para mí, que soy la que siempre más se ha fijado desde niña en los hombres y mujeres bien vestidos. No sé por qué he relacionado siempre la elegancia a ir bien vestido. Siempre he tenido días que me he sentido también muy decaída anímicamente, pero me he duchado, me he arreglado, tanto, que parecía que iba a un evento, no a dar un paseo por un pueblo que todo el mundo pasa desapercibido con su vestuario”, me contó.

“¿Cómo una mujer cuando está arreglada, maquillada y con un buen fondo de armario es capaz de parecer tan segura y hasta diva? Así me siento cuando voy con mis mejores galas. Además, así nadie ve lo que realmente esconde ese vestuario/escudo. Y sin embargo, en mi burbuja/casa soy la antítesis: siempre estoy con pijama, moño, con una pinza feísima, y que puedo tirarme días así”, continuó.

“El otro día repasando viejas revistas leí esto, no sé dónde me habré metido para toparme justo con esas palabras que necesitaba en ese mismo momento… “Tu hogar no es donde naciste; el hogar es donde todos tus intentos de escapar cesan”. Tú no lo entiendes, lo sé.”

La dejé que ella hablase, y no intervine.

“No sé cómo hacerlo para no provocar dolor. No quiero dejar a mis hijos, nietos, mis hermanas, aunque no las conozco. Esas niñas que fueron mi vida entera y que ahora a pesar de mantener un contacto telefónico, todo es cordial y muy protocolario. Ya no reconozco a mi hija: esa niña tan dulce, aunque muy traviesa. Ahora es egoísta, va llena de tatuajes, no piensa en la felicidad de sus hijos. Es la antítesis de lo que era hace unos años. La vida que ha escogido, no era lo que yo había planeado y me había esforzado para ella. Quisiera decirle que la quiero y la he querido desde el momento que, noté su primera patada en mi vientre, y más desde que la tuve en mis brazos. Era una princesa de vestuario y de abalorios, la faltaba solamente el título, que ese se le daba yo, mi princesa… La miraba siendo un bebe y pensaba: ¿Cómo se puede querer a alguien tanto?”

“Mi hijo, que hasta hace dos días era mi niño protegido y mimado a unos niveles que hasta los profesores me decían que le tenía demasiado protegido, es un hombre que me recuerda cada día más a su padre, hasta en la voz, las posturas y el vicio del juego de la playstation. No soporto ver cómo lo he podido hacer tan mal, con lo bien que se han portado siempre y educados…”, insistió entre sollozos.

“Ahora no siento que tenga dos hijos, tengo dos desconocidos. No sé si es porque me ha hecho tanto daño su padre, o que soy la culpable de que sea su padre, y no lo soporto. Es como una reacción alimenticia, me provoca hasta náuseas y malestar general. Me estoy despidiendo de la vida y de todos y todavía solo digo que me siento mal. En vez de decir que me ahogo que no puedo respirar y lo que es peor, que quiero dejar de hacerlo.”

“¿Y mis nietos, de ellos qué te digo, amiga? Que gracias a ellos me mantengo viva, que me dan alegrías pero como ni yo misma me aguanto, a los pobres, no los aguanto. No tengo paciencia.”

Se quedó pensativa y me soltó: “¿Ya tienes suficiente información para tu tesis de psicología?”

Yo me quedé atónita, y le dije con un tono de voz quebradizo: “Solamente quería ayudarte.”

Ella me dijo: “No te preocupes, lo tengo todo perdido, no te voy a perder ahora a ti también. Me alegra saber que mi último café te sirva para labrarte un futuro mejor y te suba la nota en tu tesis, tan importante para ti, que no has tenido ningún escrúpulo en ponerte a grabar.”

Yo empecé a llorar. “Sé que te he traicionado. Pero tranquila que lo borro todo.”

Entonces ella me respondió: “¿Qué más daba ya? Solo es cuestión de horas mi despedida eterna… No dejaré que borres el trabajo que hiciste escuchándola, y de alguna manera ye lo tenía que pagar.”

Seguimos hablando un poquito más, y le dije: “Como te veo mejor me voy a ir, que llevo horas aquí.”

Ella respondió: “Gracias amiga por tu compañía”, bromeando incluso, con alguna risa… Ella no se podía despedir de mí de otra forma, y lo organizó todo para su último adiós, algo de de todas formas yo no podía prever ni imaginar.

 

Mientras estaba dormida, era ya madrugada, escuché el teléfono, no sabía si estaba soñando. Era una llamada de su hija… No me atrevía a descolgar, sabía que ya había llegado su momento, y tuve pánico porque no pude impedirlo. Una vez más sus risas me engañaron. Cogí el teléfono, con todo el cuerpo temblado y su hija llorando, me dice: “Mi madre…”

 

Colgué el teléfono, me fui para su casa en el coche, conduciendo a toda velocidad, y allí estaba ella, tumbada en su sofá, maquillada, con un vestido precioso… Una caja de somníferos, de los que le había recetado el psiquiatra de la seguridad social, y una botella de un exquisito Ribera de Duero, que seguramente le costó un tercio de su pensión.

Todo lo que me había dicho unas horas antes lo había llevado a cabo: con música, maquillada, sus mejores galas. Ella dejó una carta para mí y otra para la familia. Donde pedía sus últimas voluntades…

 

Mi vida nunca ha sido la misma desde entonces, ella se marchó, pero yo me quedé ahí con ese sentimiento de culpa. Que muchos años después no he logrado superar. Dejé mi tesis. Trabajo de oficinista en una empresa de servicios. Nunca más me dediqué a la psicología, con qué derecho y cómo lo iba a hacer si no supe ni quise socorrer a una amiga. Ahí, en ese momento cuando ella se fue, vi mi egoísmo. Ahora estoy muy implicada con el voluntariado para ayudar a gente. Ya que no puedo aliviar mi conciencia. Maldita sea.  No la ayudé, fui a grabar y a mirar por mí, no por mi amiga, que me estaba pidiendo ayuda, porque se sentía inútil y sin fuerzas.

 

Ahora soy yo quien repite la historia de mi amiga… ¿A quién llamo?, me siento mal, me ahogo me falta aire. Llevo años en tratamiento psicológico… Pero me encuentro sola y deprimida… Y estoy tan perdida…

 

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